La cinta blanca en el piso de los museos

Este es el lado estéril del espejo,
dónde oigo lenta su lengua hablar,
un lugar que dista a palmos
pero mantiene paralelo su avance a mi andar.

Su espacio, supeditado a la apreciación y no al tacto,
va ganando volumen, se alza sobre el mío
y deja escapar el seco reflejo del murmullo.

Busco desesperadamente hablar sin mover los labios,
caminar sin pisar las ramas,
saltar con las manos los recodos,
hallar sus yemas a tientas.

Un día sigo el brillo más abatido de la noche
y al siguiente estoy frente a su rostro,
mina de ardientes ascuas.

Su cuerpo de burbuja cesa de existir
si intento tocarle.
Así que permanezco a centímetros,
en el intento pausado de alcanzarle.
Y siento un precipicio elevarse hacia mí
y caigo sin siquiera moverme.

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